TEMA 2. EL DERECHO OBJETIVO. LAS NORMAS JURÍDICAS, CARACTERES, ESTRUCTURA Y CLASES. INTERPRETACIÓN, APLICACIÓN Y EFICACIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS.
1. EL DERECHO OBJETIVO:
1.1. Concepto de «Derecho objetivo»
El Derecho objetivo es el «Derecho» entendido como regla del obrar humano o como regla de conducta; frente al «derecho subjetivo» que se identifica con un poder o con una facultad atribuida a un determina sujeto y jurídicamente protegida (vid. Tema 3). El Derecho objetivo se identifica, tradicionalmente, con el Ordenamiento jurídico o conjunto de normas que rigen en una determinada comunidad jurídica en un concreto momento histórico.
En una acepción más moderna y más técnica, enunciada por Santi Romano, por Ordenamiento jurídico ha de entenderse no solamente el conjunto de normas que rigen una determinada comunidad jurídicas en un momento determinado, sino también los órganos que producen esas normas y los órganos que aplican las normas jurídicas producidas.
En este segundo sentido, se contempla el Ordenamiento jurídico como una realidad dinámica, en tanto que el se está constantemente elaborando y aplicando. Tradicionalmente el Derecho objetivo se subdivide en dos grandes categorías: el Derecho público y el Derecho privado.
1.2. La distinción Derecho público – Derecho privado.
El término «Derecho privado» se utiliza con dos significados diversos:
a) Como el conjunto de normas jurídicas delimitadas según ciertos criterios, en relación con otras normas pertenecientes al mismo sistema.
b) Como la rama de la ciencia del Derecho que tiene como objeto de estudio aquel conjunto de normas jurídicas.
De estos dos significados del término, en esta sede ha de tomarse en consideración el primero en orden a buscar el criterio delimitador del conjunto de normas jurídicas integrantes del Ordenamiento jurídico considerado en su totalidad que integran aquélla parte del mismo a la que, por oposición al «Derecho público» denominamos «Derecho privado».
Pese a que la distinción entre el Derecho público y el Derecho privado ha sido negada, con diversos fundamentos, por autores como KANT, DUGUIT o KELSEN, su mantenimiento aparece justificado por la trascendencia práctica que presenta y que se manifiesta en los principios informadores aplicables a ambos campos normativos, en el carácter que tienen sus normas con respecto a la autonomía privada, en los poderes que estas normas otorgan, en la forma de gestarse los actos dentro de cada categoría y, por último, en la jurisdicción competente para conocer de los conflictos de intereses que surjan en cada uno de esos ámbitos normativos.
Admitida la necesidad de mantener tal distinción -que, en ningún caso cuestiona la unidad del Ordenamiento jurídico-, sin embargo el criterio a utilizar en orden a deslindar los respectivos ámbitos del Derecho público y del Derecho privado ha sido, y es, controvertido entre los numerosos autores que se han pronunciado sobre esta cuestión.
Seis son los criterios que fundamentalmente se han utilizado en orden a precisar la distinción en cuestión (aunque ya, en el año 1904, HOLLINGER exponía 104 teorías acerca de esta distinción):
1º.- De acuerdo con la llamada teoría de la identidad de los sujetos, la diferencia se establece en función de si interviene o no el Estado en la relación objeto de regulación. Este es el criterio de distinción asumido, v.gr., por EISENMANN: «le droit public régit les rapports de l'État avec les particuliers, le droit privé les rapports des particuliers entre eux». Este criterio no responde a la realidad puesto que la intervención del Estado no implica la aplicación del Derecho público, ya que para que esto ocurra es necesario que, además, el Estado actúe en el ejercicio de sus potestades.
2º.- El segundo criterio utilizado tiene en cuenta la posición que ocupan los sujetos en las relaciones reguladas: el Derecho público regularía las relaciones de subordinación (relaciones en las que el Estado actúa en un plano de superioridad), mientras que el Derecho privado regularía las relaciones que se establecen entre sujetos situados en el mismo plano (relaciones de coordinación).
Este criterio tampoco resulta de recibo puesto que en el ámbito del Derecho privado también existen relaciones en las que se produce una cierta subordinación tanto desde un punto de vista formal (v.gr., las que resultan del ejercicio de una potestad en el Derecho de familia, la que se produce en el seno de la relación laboral, aquellos supuestos en los que la Administración actúa por el cauce del Derecho privado -el hecho de que actúe al servicio del interés público, justifica que aparezca en un plano de superioridad-, etc.), como desde una perspectiva real. Por otra parte, en el ámbito del Derecho público existen campos normativos en los que no puede hablarse de subordinación (v.gr., cuando se regula la estructura y funcionamiento de las Administraciones Públicas, las relaciones propias del Derecho internacional público, las relaciones entre distintos entes integrantes de las Administraciones Públicas, etc.).
3º.- Se ha tratado de diferenciar el Derecho público frente al Derecho privado señalando que las normas de Derecho público son normas de origen estatal mientras que las normas de Derecho privado derivan del ejercicio del principio de autonomía privada. La crítica a esta forma de ver la distinción es fácil, puesto que es obvio que las normas de Derecho privado -excepto la costumbre y, dependiendo de la concepción que se adopte, los principios generales del Derecho- son normas de origen estatal, al tiempo que no pueden caracterizarse como normas jurídicas los preceptos negociales.
4º.- También se ha tratado de establecer la diferencia en función de la naturaleza de las normas de uno y otro ámbito normativo (W. BURCKHARDT): Las normas del Derecho público serían normas de Derecho imperativo o de «ius Mogens», frente a las normas del Derecho privado que serían normas de carácter dispositivo. La crítica nuevamente se presenta como obvia: si bien es cierto que en el ámbito propio del Derecho público es difícil encontrar normas de carácter dispositivo, en el Derecho privado existe un campo enorme y hasta creciente de normas de Derecho imperativo (v.gr., las normas relativas a la adquisición de la personalidad y reguladoras de los estados civiles, las normas que establecen los requisitos esenciales de los contratos, los límites a la autonomía privada, las normas que establecen los límites de carácter público al derecho de propiedad y a los demás derechos reales y, en general, las normas integrantes del Derecho de familia, las normas que regulan las cuotas legitimarias, la sucesión intestada, los requisitos de los testamentos, etc.).
5º.- Según otra teoría, mientras que las normas de Derecho público dan lugar a una procedibilidad de oficio, las normas de Derecho privado sólo generan una procedibilidad a instancia de parte. Esta distinción si bien se aproxima más a la realidad que las anteriores, no es exacta en tanto en cuanto existen supuestos de procedibilidad a instancia de parte en el Derecho público -caso, v.gr., de los atentados al honor tipificados como delitos-, siendo la procedibilidad de oficio aceptada también en el Derecho privado como ocurre en el caso de apreciación de oficio de la nulidad de pleno derecho de los negocios jurídicos contrarios a normas imperativas o en el ámbito del Derecho de consumo, por infracción de derechos irrenunciables de los consumidores y usuarios (ex art. 10 del Texto Refundido de la Ley General de Defensa de Consumidores y Usuarios (en adelante TRLGDCU aprobada por RD legislativo 1/2007 de 16 de noviembre y modificado por la Ley 3/2014 de 27 de marzo de modificación del TRLGDCU).
6º.- La última de las teorías que se han formulado en orden a delimitar el ámbito del Derecho público en relación con el del Derecho privado centra la distinción en los intereses protegidos, considerando que mientras las normas de aquél protegen intereses considerados generales, las de éste protegen intereses privados -«Ius publicum est quod ad statum rei Romanae spectat, privatum quod ad utilitatem singulorum pertinent» (D. 1, 1, «De iustitia et iure», 2 [ULPIANO])-
Sin embargo, la diferenciación últimamente enunciada, asumida, entre otros, por A. WEILL, tampoco resulta acertada y ello por varias razones:
i) Cuando se protegen intereses generales se están protegiendo necesariamente, al tiempo, intereses privados, de igual forma que al proteger intereses privados se protegen intereses de todos los integrantes de la comunidad jurídica.
ii) Desde el advenimiento del Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 de la CE) la protección de los intereses privados encuentra un límite en la protección del interés de la comunidad (v.gr., arts. 33.2, 38, 128 de la CE y arts. 6.2 y 7.2 del CC).
iii) Las Administraciones Públicas pueden actuar a través de los cauces proporcionados por el Derecho privado, pero aún en estos supuestos tendrán que perseguir un interés general (art. 103.1 de la CE). Por otra parte, existen también casos en los que los particulares persiguen finalidades de interés público con sus actuaciones (v.gr., constituyendo asociaciones que tengan como finalidad un interés general).
Puesto que parece indudable que las normas de Derecho público y de Derecho privado tienen el mismo origen y la misma estructura, la diferencia habrá de buscarse en la materia que es objeto de regulación, de acuerdo con el criterio generalizado en los tratadistas italianos del Derecho administrativo, en los que ha tenido su génesis y seguido hoy, en general, por toda la doctrina italiana (P. TRIMARCHI). De acuerdo con esta tesis, el Derecho público sería aquel Derecho que regula la organización y funcionamiento del Estado cuando el Estado (entendido en sentido amplio, como equivalente al conjunto de las Administraciones Públicas) actúa en el ejercicio de su potestades, en el ejercicio de su soberanía (revestido de «imperium»), de forma que constituyen el objeto de la regulación del Derecho público: 1º.- La organización de la estructura y funciones del Estado y de los órganos del mismo; y, 2º.- Las relaciones que, en el ejercicio de su soberanía, el Estado establece con otros entes, tanto públicos como privados.
En consecuencia, de acuerdo con este criterio es necesario que concurran las dos notas siguientes para que se pueda calificar una relación como de Derecho público: 1ª.- Que al menos uno de los sujetos intervinientes en la relación sea el Estado (en sentido amplio) -condición ésta que se presenta como necesaria pero no suficiente-. 2ª.- Que el Estado actúe en esta relación en el ejercicio de sus potestades, revestido de «imperium».
Admitida esta distinción, fácilmente se comprende que no se puede confundir la actividad del Estado con la actividad regulada por el Derecho público. La esencia del Estado de Derecho implica que para que el Estado pueda actuar a través del «ius imperium» es necesaria una ley «ad hoc» habilitante, de forma que si ésta no existe, el Estado habrá de actuar como un particular más en las relaciones jurídicas que entable. Precisamente en función de que el Estado tenga mayor o menor facilidad para establecer relaciones con particulares en la actuación de su soberanía se diferencias dos grandes tipos de regímenes jurídicos: el modelo francés-continental del «Estado de Derecho administrativo» (el sistema de «Droit administratif») en el cual la actividad estatal se desenvuelve normalmente a través de los actos de soberanía -actos administrativos-; y el modelo inglés del «Estado de Derecho común» («rule of law»), en el que la regla general es la actuación del Estado a través del cauce del Derecho privado (el acto paradigmático en estos regímenes jurídicos lo constituye el contrato).
Por último, es preciso señalar que las instituciones del Derecho privado son comunes a los sujetos, sean estatales o no (la propiedad, el contrato, la responsabilidad civil,...) y que el Derecho privado opera como Derecho común respecto al Derecho público (mientras que el Derecho público es Derecho privativo del Estado). Pero pese a que la jurisprudencia y la doctrina dominantes admiten que las normas aplicables a la acción administrativa provienen tanto del Derecho administrativo especial como del Derecho privado, algunos autores –entre otros, AUBRY y LAMARQUE- han puesto en duda esta afirmación al poner de relieve como en el sector de actividad que tradicionalmente se considera regido por el Derecho privado abundan las reglas especiales, puesto que, v.gr., la Administración Pública no tiene libertad para elegir los contratistas en los contratos regidos por el Derecho privado, las deudas de naturaleza privada pueden estar garantizadas a través de procedimientos exorbitantes del Derecho común, en las actividades de servicio público industriales y comerciales se imponen los principios del servicio público. En consecuencia, parece que el Derecho privado aplicable a la acción administrativa se encuentra siempre teñido por la finalidad de interés general que ha de regir la actividad de la Administración y, por esta razón, el Derecho privado que rige la actuación de la Administración no es jamás idéntico al que se aplica a las relaciones entre particulares.
Por otra parte, esta afirmación no debe llevarnos a desconocer que existe una tendencia creciente de invasión del Derecho privado por principios procedentes del Derecho público que encuentra su razón justificadora en la configuración del Estado como un «Estado social y democrático de Derecho» ex art. 1.1 de la CE. En definitiva, pese a que, como señala G. ALPA, al tiempo que es preciso recordar la vitalidad de la distinción entre el Derecho público y el Derecho privado, han de advertirse, desde el punto de vista teórico, la presencia de factores unificadores: los principios generales del Derecho y los «status», entendidos como representaciones poliédricas de las situaciones en que se encuentra la persona, situada todavía en el centro del Ordenamiento o de la práctica jurídica.
Con frecuencia, un mismo ámbito material es objeto de toma en consideración por normas de Derecho privado y de Derecho público, estableciendo una duplicidad de regulaciones que parten de la toma en consideración de los intereses privados y públicos que han de ser objeto de tutela; si bien existen otras razones adicionales para justificar la concurrencia de ambas técnicas de protección, como son la ineficacia de las sanciones civiles, si se toman en consideración los costes que su puesta en marcha implica, frente a las posibles ventajas que las mismas representarían para el actor; así como la función de prevención general que cumplen, en mayor medida, las sanciones administrativas que las estrictamente privadas.
Paradigmáticamente las relaciones de consumo constituyen uno de estos ámbitos objetivos o materiales –a la previsión de la manera de satisfacer intereses privados, en caso de vulneración de derechos o intereses legítimos de esta naturaleza, se superpone la tipificación, como ilícito administrativo, de la conducta que ha provocado tal vulneración, resultando así acreedora de una sanción de naturaleza administrativa o propia del Derecho público, ordinariamente en forma de multa-, pero no son el único ejemplo de esta duplicidad de tutela, que se produce también en relación con el derecho de propiedad, en el ámbito del Derecho «antitrust» e, incluso, v.gr., en el ámbito propio de las relaciones de Derecho de familia y, en particular, en lo que afecta a la protección de los menores en situación de desamparo. En todo caso la premisa de que ha de partirse consiste en que la sanción de nulidad que contempla el art. 6.3 del CC es compatible con sanciones de otra naturaleza y, en particular las propias de las normas de Derecho público, como pueden ser las penas, las multas administrativas, las prohibiciones de contratar, etc.. Claro está que afirmar la compatibilidad entre la nulidad y la previsión de otro efecto distinto para el caso de contravención de la norma imperativa no aclara nada en relación con los supuestos en los que la previsión expresa de este efecto distinto conlleva una implícita declaración de validez del negocio que contraviene aquélla, en el ámbito jurídico-privado, debiendo ser resuelta esta cuestión de las interpretación de la norma jurídico-pública o administrativa vulnerada, pues la mayor parte de esta normas, de carácter vinculante, prevén algún tipo de efecto para el caso de su contravención.
La jurisprudencia emanada de la Sala de lo Civil del TS parece haber abandonado la doctrina consistente en «vincular la competencia jurisdiccional a la naturaleza sustantiva de la norma» y ello porque esta doctrina, que con razón rechaza, ahora, el Tribunal Supremo por «trasnochada», pero que ha sido y es empleada por los jueces y por la doctrina científica en multitud de ámbitos materiales (v.gr., las normas que establecen limitaciones o prohibiciones respecto de la transmisión de una vivienda de protección oficial o de una oficina de farmacia, o que un determinado juego es ilícito en el marco de una CA), da lugar a una incoherente y contradictoria concepción del Ordenamiento jurídico en el que una conducta se considera irrelevante o permitida, o bien ilícita y digna de sanción, según sea el orden jurisdiccional al que esté atribuida la competencia para enjuiciarla -de esta doctrina jurisprudencial que parece empezar a superarse constituyen ejemplos paradigmáticos los pronunciamientos de la SSTS, Civil, de 3 de septiembre de 1992 [RJ 1992\6882) (y otras posteriores que la siguen, v.gr., las de 14 de octubre de 1992 [RJ 1992\7557] y de 4 de mayo de 1994 [ RJ 1994\3562]) que declara la validez de la venta de una VPO por precio superior al máximo fijado legalmente, de 26 de abril de 1995 [RJ 1995\3257], que no estima nula una disposición testamentaria que conculca las normas administrativas sobre la cesión de comisión de negocio de lotería; la STS de 17 de octubre de 1987 [RJ 1987\7293], de acuerdo con la cual la contravención de las normas reguladoras de la actividad de farmacia no constituye causa suficiente para decretar la nulidad de los pactos privados de la división de beneficios de un negocio de farmacia heredado; y más recientemente, la STS de 17 de julio de 2008 [RJ 2008\5666])-. Razonable parece considerar que lo que es ilícito de conformidad con una norma que forma parte del Ordenamiento jurídico, sea ésta de Derecho público o de Derecho privado, es ilícito en todos los sectores de ese mismo Ordenamiento. Que de esa ilicitud deba seguirse, o no, la sanción de nulidad de pleno derecho establecida, como sanción general en defecto de la previsión expresa de otra, por el artículo 6.3 del CC para el negocio que incurre en ella es una cuestión de interpretación de la ratio de la norma infringida pero, «per se», el hecho de que la norma sea de Derecho público o de Derecho privado ni impide ni avala necesariamente la procedencia de la sanción de nulidad «ipso iure».
En efecto, la trascendencia jurídico-privada de las normas de Derecho público y, en particular de las normas de Derecho administrativo ha resultado reforzada en fechas recientes merced a un cambio en la doctrina jurisprudencial del TS que merece ser destacado y ponderado, a tenor del cual se ha dotado de eficacia en el ámbito de las relaciones sometidas al imperio de la autonomía privada a normas calificadas como de Derecho administrativo, de manera que a la sanción de esta naturaleza que prevean para el supuesto de hecho que contemplan, se superpone la posible nulidad del negocio jurídico de contravención, con fundamento en la previsión general del art. 6.3 del CC, lo que redunda en la unidad y coherencia del Ordenamiento jurídico, proscribiendo que la ilicitud jurídico-pública o administrativa de constriña a este ámbito, para mantener la licitud en el ámbito jurídio-privado. En consecuencia, el hecho de que la norma administrativa establezca una sanción administrativa para el caso de contravención de la misma, guardando silencio sobre la eficacia o ineficacia de los negocios jurídicos-privados, no excluye este efecto. De esta manera es necesario revisar la afirmación doctrinal de que la sanción de nulidad no se reputa aplicable a los supuestos de normas administrativas, imperativas o prohibitivas (normas de «ius cogens») que se argumentaba con cita de diversas Sentencias de la Sala de lo Civil del TS, por estar prevista, para estos casos una sanción diversa. La doctrina jurisprudencial a que se alude no precisa, sin embargo, requisito alguno en relación con el rango normativo de la norma administrativa infringida, si bien en todos los casos que se enuncian, se trataba de normas de rango legal. En consecuencia, la infracción de normas autonómicas de naturaleza administrativa, en particular si se trata de normas de rango legal, habrán de provocar aquella misma consecuencia jurídica –así sucede en el caso resuelto por la STS de 31 de octubre de 2007 [RJ 2007\8644], en la que la nulidad del contrato se funda en la infracción de la Ley de Cooperativas de la CA de Andalucía de 1985-, si bien ha de matizarse esta afirmación en relación con normas autonómicas de rango legal dictadas al amparo de títulos competenciales tales como la protección de los consumidores, la ordenación del comercio interior, el urbanismo y la vivienda, etc., respecto de los que diversas Sentencias del TC han excluido que puedan determinar consecuencias jurídico-privadas tales como la nulidad o anulabilidad de los contratos. En efecto, a la luz de la doctrina del TC sobre la competencia de las CCAA en materia de fijación de las consecuencias civiles de las normas que dicten en ejercicio de su competencia (v.gr., especialmente la STC 62/1991, de 22 de marzo, con respecto al art. 22 del Estatuto Gallego del Consumidor)- permitiría cuestionar la adecuación constitucional de estas normas.
2. LAS NORMAS JURÍDICAS; CARACTERÍSTICAS, ESTRUCTURA Y CLASE
2.1. Concepto
Desde el punto de vista del Derecho positivo, la norma jurídica es un precepto, coactivamente establecido por los poderes normativos de una comunidad – ordinariamente identificada con el Estado- para un supuesto de hecho abstracto. En consecuencia la norma jurídica es un «precepto» en el sentido dado a este término por NORBERTO BOBBIO, quien entiende que el precepto es una proposición, de carácter prescriptivo e imperativo. Una proposición no es más que una oración o conjunto de oraciones gramaticales que tienen un significado o un sentido. Esta proposición, en el caso de las normas jurídicas, ha de ser de carácter prescriptivo – no descriptivo- para cuya determinación ha de observarse el carácter intrínseco del mandato que contiene. Además ha de tener carácter imperativo, en tanto que ha de imponer un comportamiento, como el objeto de una obligación o de un deber, que se presenta como debido. Este precepto está coactivamente establecido, de manera que se han previsto sanciones por parte del Ordenamiento jurídico para el supuesto de la inobservancia del precepto. Estas sanciones son reacciones del Ordenamiento jurídico –tienen por lo tanto un carácter esencialmente extrínseco, a diferencia de las sanciones para el caso de incumplimiento de deberes morales- adversas para los intereses de los sujetos de Derecho que incumplen los mandatos del precepto. Son preceptos establecidos coactivamente por los órganos normativos de la comunidad, lo que diferencia a la norma jurídica de la norma puramente social.
La norma jurídica se caracteriza frente a los demás preceptos jurídicos por el hecho de que está prevista para un supuesto de hecho abstracto –lo que determina el carácter de abstracción o generalidad de la norma jurídica-. Está prevista para un supuesto de hecho, que puede consistir tanto en una situación jurídica en sentido estricto –una posición jurídica estáticamente considerada de una persona o de una cosa (v.gr., posición jurídica de concebido, de incapaz, de ausente, de perjudicado por un daño, de comprador, etc.)- o por un hecho jurídico –la consecuencia jurídica se producirá cuando se realice o tenga lugar un determinado acontecer (v.gr., cuando el vendedor no entregue la cosa objeto del contrato, cuando se infiera culposamente un daño en un patrimonio ajeno, etc.)-. La abstracción de la norma jurídica no de refiere al hecho o a la situación jurídica en sí, sino que se refiere a los sujetos a quienes afecta el hecho o a los que se refiere la situación. La abstracción es necesaria para que pueda considerarse que se trata de una norma jurídica y ello por exigencia de los principios constitucionales de seguridad jurídica (art. 9.3 de la CE) y de igualdad ante la ley (art. 14 de la CE). Si alguna excepción se quiere establecer a la abstracción de las normas jurídicas, es necesario dictar una ley en sentido estricto (v.gr., para reconocer una pensión extraordinaria a un héroe militar, etc.).
Se suele afirmar que el supuesto de hecho de la norma jurídica tiene que ser hipotético. Sin embargo, existen normas jurídicas dictadas para supuestos de hecho o hechos ya acontecidos (v.gr., ayudas públicas para los afectados por determinados virus contagiados en intervenciones médicas; para los afectados por un concreto desastre natural, etc.).
2.2. La estructura de la norma jurídica
A efectos de exponer la estructura de las normas jurídicas, debe diferenciarse entre las llamadas normas primarias y normas secundarias.
La norma jurídica primaria está integrada por un supuesto de hecho, del que se predica una determinada consecuencia jurídica.
La consecuencia jurídica establece una regulación de deberes y de correlativos poderes.
La norma jurídica secundaria prevé sanciones para el caso de incumplimiento de los deberes impuestos en la norma primaria –para el caso de que el comportamiento debido haya sido inobservado, lo que constituye un acto ilícito-. El Ordenamiento jurídico reacciona contra el autor del acto de incumplimiento del precepto normativo disponiendo, para el caso de transgresión, la producción de consecuencias jurídicas de carácter adverso para el infractor, que se denominan sanciones.
Las sanciones de Derecho privado fundamentalmente consisten en el deber que tienen los órganos correspondientes del Estado de adoptar alguno de los dos siguientes comportamientos: impedir el nacimiento de consecuencias jurídicas derivadas del comportamiento infractor o eliminar las consecuencias antijurídicas ya producidas. En última instancia se procederá a la privación forzosa de bienes del patrimonio del infractor que sean necesarios para eliminar las consecuencias jurídicas producidas por la infracción.
Clases de normas jurídicas Una clasificación de las normas jurídicas que pretenda ser útil en consideración ha de tomar en consideración los tipos de normas que presenten una consecuencia jurídica.
A estos efectos puede partirse de los tipos de normas que enuncia el Título Preliminar del CC, en el que el art. 4.2 del CC contempla normas penales, normas excepcionales y normas de ámbito temporal; el art. 4.3 del CC, las normas de Derecho común y las normas de Derecho especial; y el art. 6.3 del CC enuncia la distinción entre normas imperativas o vinculantes y las normas dispositivas.
2.3.1. Normas de Derecho imperativo o vinculantes y normas de Derecho dispositivo
Las normas imperativas –o vinculantes- son aquéllas cuya aplicación no puede soslayarse en virtud de un acto de exclusión o de modificación de su reglamentación por los preceptos dictados en el ejercicio de la autonomía privada – no puede ser excluida su aplicación por los preceptos negociales-. Con carácter general puede afirmarse que las normas de Derecho público –penales, tributarias, administrativas y procesales- son de Derecho imperativo; mientras que el Derecho privado patrimonial es el ámbito propio de las normas de Derecho dispositivo; esto es, de las normas que permiten su exclusión o su modificación por los preceptos negociales. Con todo no puede olvidarse que también en el ámbito del Derecho privado patrimonial existen normas de naturaleza imperativa –sirvan como ilustrativos ejemplos las normas que regulan los requisitos esenciales de los contratos y las que regulan las relaciones de consumo, estableciendo derechos de los consumidores y usuarios inderogables por virtud de la autonomía privada (art. 10 del TRLGDCU)-, que integran el llamado orden público, en sentido económico y que es erigido por el art. 1255 del CC como límite al ámbito de aplicación del principio general de autonomía privada. El art. 6.3 del CC prescribe, con alcance de norma general, que los actos contrarios a las normas imperativas son nulos de pleno derecho, salvo que una norma jurídica en concreto establezca una sanción diversa de la nulidad «ipso iure» para el caso de contravención. La finalidad de este precepto es delimitar el alcance de la órbita de la nulidad de pleno derecho o «ipso iure». Se trata de una nulidad de carácter automático –sin necesidad de que medie impugnación previa como acontece en los supuestos de mera anulabilidad-, establecida en interés público y apreciable «ex officium», sin que la acción para hacerla valer esté sometida a plazo de prescripción o de caducidad –a diferencia de la acción de anulabilidad que caduca a los cuatros años, ex art. 1301 del CC-.
2.3.2. Normas de Derecho común y de Derecho especial
El concepto de Derecho común tiene diversas acepciones. Prescindiendo del concepto histórico de Derecho Común o «Ius commune» –el Derecho romanojustinianeo recibido y reelaborado-, el Derecho común lo es por razón de las personas a las que está dirigido –frente a los Derechos especiales que contienen una regulación destinada a determinados grupos de personas (v.gr., el el Derecho administrativo, el Derecho mercantil y el Derecho laboral)- o a un determinado territorio del Estado. En este último concepto los Derechos civiles autonómicos – tradicionalmente conocidos como Derechos forales- son Derechos especiales –por razón del territorio-, si bien por razón de los sujetos a los que están dirigidos son Derechos de naturaleza común y, por lo tanto, dotados de la nota de expansividad a tenor de la previsión del art. 4.3 del CC. También se utiliza el concepto de Derecho especial para referirse a las leyes civiles que no forman parte del CC, de manera que éste sería el Derecho común frente al Derecho especial constituido por las normas extracodiciaales (v.gr., la LH, la LGDCU, la LAU o la LAR, entre otras muchas).
Las normas de Derecho común, a tenor de lo dispuesto en el art. 4.3 del CC, tienen la nota de la expansividad, de manera que se aplican a todas las relaciones jurídicas respecto de las que no existe una norma de Derecho especial. Por su parte el Derecho especial deroga al Derecho común, para el ámbito específico, personal o territorial de aplicación.
2.3.3. Normas de Derecho excepcional y de Derecho normal
Las normas excepcionales –o de Derecho excepcional- se contraponen a las normas de Derecho normal. El Derecho normal está integrado por aquellas normas que son conformes con los principios generales informadores del Ordenamiento jurídico, mientras que el Derecho o las normas que no constituyen un desarrollo de estos principios, son normas de Derecho excepcional. Las normas de Derecho excepcional no son susceptibles de aplicación analógica, en tanto que fuera de lo previsto en una norma excepcional se encuentran los principios generales del Derecho (art. 1.4 del CC).
2.3.4. Normas sancionadoras
El concepto de «normas [leyes] penales» tiene una concepción estricta, como normas que sancionan infracciones penales –delitos y faltas- en sentido estricto; y una acepción amplia, como equivalente a normas sancionadoras en general. El término utilizado en el art. 4.2 del CC debe entenderse en sentido amplio, aplicándose la interdicción de la aplicación analógica a todas las normas sancionadoras; al igual que las disposiciones que contemplan la irretroactividad de las disposiciones normativas sancionadoras (art. 9 de la CE) y las que imponen el principio de legalidad en materia sancionadora (art. 25 de la CE).
2.3.5. Normas temporales
Las normas de ámbito temporal o leyes temporales (en expresión del art. 4.2 del CC), son normas cuya aplicación está restringida a un plazo o periodo de tiempo definido o delimitado y se contraponen a las normas o leyes de carácter permanente, cuya vigencia temporal es indefinida en el tiempo, sin perjuicio de su posible derogación –expresa o tácita- en virtud de normas posteriores en el tiempo (ex art. 2.2 del CC). Las normas denominadas transitorias, o más técnicamente de Derecho intertemporal son las normas que rigen los conflictos de leyes que se producen como consecuencia de una legislación nueva, en relación con la legislación vigente hasta la fecha de entrada en vigor de la nueva.
2.3.6. Normas de Derecho interregional
Las normas dirigidas a dirimir los conflictos entre normas en su dimensión espacial o ámbito territorial de aplicación son las normas de Derecho interregional o de Derecho internacional privado.
3. INTERPRETACIÓN, APLICACIÓN Y EFICACIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS
3.1. Interpretación de las normas jurídicas
3.1.1. La necesidad de la interpretación de la norma jurídica
La norma jurídica es un precepto, mandato o imperativo que, al producirse a través de signos externos que son las palabras y ser una creación humana que se inserta en un mundo de intereses contrapuestos, es susceptible de presentar distintos significados en función de si se atiende exclusivamente a su tenor literal, a la intención de su autor, a la doctrina científica que la interpreta o a los intereses en conflicto. La aplicación de una norma jurídica para resolver un conflicto de intereses requiere la indagación de su significado a través de la labor de interpretación.
3.1.2. La meta de la interpretación de la norma jurídica
De conformidad con lo afirmado en el epígrafe precedente, la meta o finalidad de la interpretación jurídica consiste en la fijación del significado de la norma jurídica objeto de la misma. En relación con esta cuestión, se han formulado diversas tesis acerca de cuál es la meta de la investigación del significado de la norma jurídica en la tarea de interpretación; a saber:
1ª) La teoría legislativa primitiva consideraba que, en la interpretación de la norma, ha de estarse a la letra de la misma, al significado gramatical de sus palabras. Es un teoría que ha de rechazar por insuficiente y porque sitúa a la gramática por encima de la equidad y de la justicia, al tiempo que deviene ineficaz ya que exigiría acudir al legislador para determinar el significado de la norma.
2ª) A tenor de una segunda teoría, se trata de indagar la voluntad sicológica del autor de la norma, debiendo colocarse el intérprete en la perspectiva del legislador y restaurar, artificialmente, la voluntad de éste. Esta teoría presenta dos desventajas: la voluntad sicológica del legislador no es sino una ficción y ello por cuanto los órganos legislativos son pluripersonales y, por otra parte, se produce una desconexión de la norma con los principios generales del derecho, al tiempo que provoca inseguridad jurídica.
Además de las razones ya enunciadas en contra de la admisión de los postulados de las dos teorías expuestas someramente, deben ser descartadas por cuanto las rechaza el art. 3 del CC al prescribir que las normas se interpretarán «atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas» y no, por lo tanto, a la finalidad perseguida por el legislador –sin perjuicio de que ésta haya de tenerse en cuenta-, al tiempo que el espíritu de la norma es un criterio que puede no ser acorde con la letra de la ley.
En consecuencia, parece que en la interpretación jurídica ha de buscarse la «voluntas legis» –no la «voluntas legislatoris»-, que debe ser averiguada de una forma objetiva. Para ello la doctrina clásica ha establecido dos sistemas fundamentales, sin perjuicio de la existencia de otros: la jurisprudencia de conceptos y la jurisprudencia de intereses.
De conformidad con los postulados de la jurisprudencia de conceptos, en la interpretación se trata de averiguar cuál será el significado objetivo de la norma a través de sistemas de conceptos y subconceptos, que los autores vienen realizando al estudiar los Ordenamientos jurídicos.
Para el sistema propio de la jurisprudencia de intereses, para averiguar el significado objetivo de la norma, ha de verse el conflicto de intereses contrapuestos que subyace en la misma y determinar cuál es el que ha ordenado la norma sacrificar o preterir en atención a la concurrencia de un interés merecedor de protección.
La voluntad objetiva de la norma, que se erige en la finalidad fundamental de la interpretación jurídica, debe averiguarse a través de la jurisprudencia de intereses, constituyendo un elemento auxiliar, a estos efectos, la jurisprudencia de conceptos. No se trata de averiguar el sentido objetivo de una norma aislada, sino que la norma ha de situarse en el contexto de un plan del Estado en el que se basa la organización jurídica y social, para lo cual los principios informadores del Ordenamiento jurídico tienen una importancia fundamental.
3.1.3. Los medios de interpretación de la norma jurídica ex art. 3 del CC
Los medios de interpretación de la norma jurídica o criterios hermenéuticos están enunciados en el art. 3 del CC:
1) El sentido propio de las palabras de la norma – instrumento literal o gramatical-.
2) El contexto de la norma o elementos sistemático.
3) El elemento histórico.
4) El elemento sociológico.
1º) El elemento gramatical: Para la interpretación de la norma debe tomarse en consideración el sentido o significado del conjunto de palabras que conforman la norma interpretada en un análisis sintáctico y no morfológico de aquéllas, dándoles el significado que tengan en el mundo jurídico. Con todo, la claridad que pueda arrojar el análisis gramatical de la norma no determina que la labor de interpretación haya concluido, debiendo desvirtuarse la virtualidad del brocardo «in claris non fit interpretatio», por cuanto han de tomarse en consideración los demás cánones de interpretación prescritos en el artículo del CC que nos ocupa.
2º) El contexto de la norma –elemento sistemático-: El análisis gramatical de las palabras que conforman la norma jurídica interpretada ha de realizarse de conformidad con el contexto de la norma, integrado por el entorno de la misma: las palabras que la conforman, las normas que se encuentran sistemáticamente ubicadas en su entorno y la posición de la norma en el conjunto del Ordenamiento jurídico. Pero el significado del canon contextual no se limita al contexto de la norma, aun en el sentido amplio enunciados, sino que incluye el contexto político, cultural, económico, social, tecnológico, etc., existente en el momento de entrada en vigor de la norma.
3º) El canon histórico: En la interpretación ha de tomarse en consideración no sólo la evolución del Ordenamiento jurídico precedente a la entrada en vigor de la norma interpretada, sino también la evolución posterior, que permita dotarla de su significado actual o presente.
4º) La realidad social del tiempo en que ha de ser aplicada: Se trata de tomar en consideración el entorno social existente en el momento de interpretar y aplicar la norma al caso, tomando en consideración factores económicos, sociales y políticos, pero también los principios generales del Derecho vigentes en ese momento histórico
Los expuestos son los instrumentos o cánones de interpretación que enuncia el art. 3.1 del CC, sin perjuicio de que en las obras científicas que tratan de la interpretación de la norma se añada el elemento lógico. El CC no hace referencia al mismo por tratarse de una actividad eminentemente racional y que, en consecuencia, es un elemento inexcusable en la interpretación: el uso de las reglas lógicas debe darse por supuesto, como consubstancial a la interpretación. Por esta razón deben rechazarse interpretaciones de la norma que conduzcan al absurdo – interpretación por reducción al absurdo-; interpretaciones que conduzcan a las antinomias de normas y ello por cuanto el Ordenamiento jurídico es unitario, no teniendo cabida las antítesis de normas.
Entre los argumentos de tipo lógico típicos en la interpretación jurídica pueden citarse los siguientes: 1) Argumento «a fortiori». 2) El argumento «a contrario» -en supuestos antitéticos proceden consecuencias jurídicas diversas-. 3) El argumento «a pari» -en supuestos iguales proceden consecuencias jurídicas similares-. Estos argumentos lógicos tienen la validez que les permite el mandato contenido en el inciso final del art. 3.1 del CC, de manera que el resultando que arrojen las reglas lógicas no quede invalidado por se contrario a la finalidad de la norma.
3.1.4. Las clases de interpretación
La interpretación jurídica puede clasificarse atendiendo a su origen o a su resultado.
A) Por su origen, la interpretación puede ser estatal: procedente del propio poder legislativo –interpretación auténtica, que se realiza a través de una norma jurídica que dota de significado a otra norma y que, en consecuencia, tiene un valor vinculante-; de órganos administrativos o de órganos jurisdiccionales y del propio Tribunal Constitucional –cuya interpretación es vinculante para los Jueces y Tribunales ex art. 5.1 de la LOPJ-; o de origen extraestatal, que es la que procede de la propia comunidad jurídica, de funcionarios públicos o de otros operadores jurídicos con la finalidad de evitar conflictos -«interpretación cautelar»- o de los autores y estudiosos del Derecho -«interpretación doctrinal»-.
B) Atendiendo a su resultado, la interpretación puede ser extensiva, restrictiva, declarativa y abrogativa.
3.2. Aplicación de las normas jurídicas
3.2.1. La aplicación de las normas jurídicas: concepto
El Derecho existe para ser aplicado, pues su objeto es la regulación de las relaciones sociales o, dicho de otra manera, que las relaciones sociales se adecuen a los dictados del Derecho. No se trata de establecer un sistema ideal de normas de conducta para su mera contemplación. Esta adecuación de los comportamientos a las normas que integran el Ordenamiento jurídico puede realizarse de una manera espontánea o de manera impuesta o coactiva en los supuestos en los que los destinatarios de las normas incumplen sus deberes o surge un conflicto de intereses entre los distintos destinatarios de aquéllas. En los Estados de Derecho esta imposición del Derecho corresponde a los órganos del Estado competentes para resolver sobre quien tiene la razón jurídica o sobre cuál es la conducta ordenada o debida por la norma e imponer, en su caso, el Derecho.
Estos órganos del Estado que tienen atribuida la competencia para la imposición coactiva del Derecho pueden ser tanto órganos de naturaleza administrativa, que forman parte del pode ejecutivo; como órganos de naturaleza judicial, que forman parte del denominado poder judicial. En todo caso, por imperativo del art. 9 de la CE, todos los poderes del Estado están sujetos al Ordenamiento jurídico. Esta norma general tiene aplicaciones concretas en relación con los órganos de la Administración Pública –el art. 103 de la CE prescribe el sometimiento de ésta al cumplimiento de la ley- y con los órganos jurisdiccionales, respecto de los que el art. 117.1 de la CE dispone que están sometidos exclusivamente al imperio de la ley, garantizando así su independencia respecto del resto de los poderes del Estado.
Las normas constitucionales invocadas han de completarse con la previsión del art. 1.7 del CC en el que se acoge el principio de interdicción «non liquet», a tenor del cual, los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver, en todo caso, los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido, sin posibilidad de dejar imprejuzgado un asunto de manera indefinida –como se admitía en el Derecho romano- so pretexto de inexistencia de una norma que resulte de aplicación al caso y ello con fundamento en el dogma de la plenitud del Ordenamiento jurídico.
La aplicación a un caso concreto del tratamiento o respuesta que el Ordenamiento jurídico dispone para el mismo no se limita a una mera labor de subsunción, siguiendo los esquemas propios de un silogismo jurídico, como preconizan los autores que forman parte de la llamada «Escuela de la Exégesis» encabezada por J. BONNECASE. En efecto, la aplicación del Derecho implica una serie de operaciones jurídicas sucesivas que ha de realizar el intérprete y el aplicador del Derecho y que pueden sistematizarse de la manera que sigue: 1ª) Función probatoria. Los hechos a los que ha de aplicarse la norma tienen que ser hechos jurídicos relevantes –lo será solo si se han producido realmente y si la norma jurídica los considera relevantes, de manera que ha de realizase una selección del mundo fáctico-. 2ª) En función de los hechos relevantes y probados ha de llevarse a cabo una labor de selección en el aspecto normativo, a efectos de determinar, en el conjunto del Ordenamiento jurídico, las normas aplicables a aquellos hechos. 3ª) Es necesario determinar el significado, el sentido y el alcance de las normas seleccionadas e hipotéticamente aplicables al caso. 4ª) La labor de subsunción propiamente dicha, para determinar si efectivamente el hecho probado coincide con el supuesto de hecho de la norma seleccionada y, en consecuencia, procede aplicar la consecuencia jurídica prevista por ésta
3.3.2. La equidad en la aplicación de las normas jurídicas
La Ley de Bases de Reforma del CC de 1973 establecía en su Base 2ª.2 que «la equidad presidirá la aplicación de las normas». Fruto de esta previsión es el art. 3.2 del CC, a tenor del cual «la equidad habrá de ponderarse en la aplicación de las normas, si bien las resoluciones de los Tribunales sólo podrán descansar de manera exclusiva en ella cuando la ley expresamente los permita» -así acontece, v.gr., en el caso del juicio de equidad en materia de adopción de acuerdos en las comunidades de propietarios en régimen de propiedad horizontal al que remite el último párrafo del art. 17 de la LPH-. La explicación de este precepto puede encontrarse en el Exposición de Motivos del Texto articulado de la Ley de reforma del TP de 1974, en la que se indica que «a la equidad le incumbe el cometido de intervenir como criterio interpretativo en concurrencia con otros», negándole así, indirectamente, la consideración de fuente del Derecho. Dentro del obligado respeto a la seguridad jurídica, la equidad ha de ser tomada en consideración por los órganos jurisdiccionales como un elemento tendente a lograr una aplicación de las normas sensible a las particularidades de los casos concretos. La equidad supone entonces la ponderación del elemento de justicia material en el caso concreto de acuerdo con las convicciones jurídicas de la sociedad, lo que enlaza con la concepción sociológica de los principios generales del Derecho.
3.3. La eficacia de las normas jurídicas
3.3.1. El efecto constitutivo de las normas jurídicas
La norma jurídica, como proposición preceptiva que es, contiene una orden o mandato en relación como un comportamiento que se quiere producir y que se presenta como un comportamiento debido, objeto de un deber jurídico, en sentido estricto. Este deber jurídico es un efecto constitutivo esencial de la norma jurídica. La norma jurídica conlleva la inexcusabilidad del cumplimiento del deber jurídico que establece, salvo que concurra una causa de justificación. Este deber se enmarca en el ámbito de la declaración del art. 6.1 del CC, a tenor del cual «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento». El fundamento de este principio debe radicarse precisamente en la eficacia general de las leyes: los deberes consubstanciales a las leyes tienen que ser llevados a efecto -cumplirse-, en tanto que de ello depende que el plan del Estado se realice (DE CASTRO). En consecuencia, el cumplimiento de estos deberes no puede quedar a merced de que los ciudadanos conozcan, o no, las leyes. Las consecuencias de esta fundamentación son las que siguen: 1ª) La falta de imputabilidad, de culpabilidad, en la ignorancia de deberes no es ninguna causa que ampare la exoneración de su cumplimiento. 2ª) En materia de relevancia del error del Derecho, quien se equivoca resulta irrelevante que lo sea por error de hecho o por error de Derecho, mereciendo ambos «errores» la protección del Ordenamiento jurídico, en tanto que pueden provocar la ineficacia del acto que se realice mediando el error. El art. 6.1.II del CC prescribe que «el error de Derecho producirá únicamente aquellos efectos que la leyes determinen».
Si bien esto es así, históricamente –en el Derecho romano postclásico, en Las Partidas (en las que se excusaba a los aldeanos, a los pastores, a las mujeres y a los niños de cumplir las leyes, por considerarlos inimputables) y en el momento inicial del movimiento codificador (v.gr., el CC prusiano establecía que «todo ciudadano del Estado debe informarse de todas las leyes que le conciernen»)- el fundamento se radicó en un pretendido deber general de conocimiento de las leyes de manera que su ignorancia constituiría una infracción del Ordenamiento jurídico que llevaría aparejada la imposición de un sanción. Admitir esta segunda fundamentación conlleva las siguientes consecuencias: 1ª) Cuando la infracción es inimputable por no ser culpable no habría cumplimiento por no haber sanción. 2ª) El error de Derecho no debe ser relevante en orden a la ineficacia de los actos realizados por error –en este sentido, en el Proyecto de CC de GARCÍA GOYENA de 1851 se consideraba que el error de Derecho era irrelevante para el pago de los indebido; mientras que el error de hecho permite solicitar la ineficacia-
Las normas jurídicas tienen un ámbito espacial y temporal de aplicación y eficacia, cuya exposición constituye el contenido del Tema 4.
3.3.2. El deber de conocer las normas jurídica
La aplicación del Derecho tiene como presupuesto el deber de conocimiento de las normas jurídicas que recae sobre todas las personas que tienen la función de aplicar los mandatos normativos. En particular, el art. 9 de la CE prescribe que los poderes públicos están sujetos al Ordenamiento jurídico y, en particular, el art. 117 de la CE somete a los órganos jurisdiccionales al imperio de la ley, de igual forma que el art. 103 de la propia CE contiene un precepto similar en relación con los órganos de las Administraciones Públicas, como ya se ha señalado. Como una consecuencia del principio de eficacia de las normas jurídicas enunciada por DE CASTRO constituye una obligación de todos los funcionarios públicos de todas clases negar su cooperación a la eficacia de actos y negocios jurídicos que sean nulos de pleno derecho por contravenir normas jurídicas de naturaleza imperativa y que tiene aplicaciones concretas como la que se contempla en el art. 84 del TRLGDCU/2007, en relación con la no incorporación e inscripción de cláusulas contractuales nulas por ser abusivas en los contratos celebrados con consumidores.
Si los funcionarios o, en general el personal al servicio de las Administraciones Públicas incumple este deber, o los jueces encargados de la aplicación del Derecho incumplen este deber se generan responsabilidades de diversa naturaleza –penal, civil y disciplinaria, que se derivan del hecho de dictar resoluciones, administrativas o judiciales, manifiestamente injustas por ignorancia inexcusable- (arts. 145 y 146de la LRJAPyPAC y 16, 411 y 417.4 de la LOPJ). El referido deber es predicable también de otros operadores jurídicos que no son, en sentido propio, personal al servicio de la Administración Pública y que tampoco forman parte del Poder Judicial, como es el caso de los Notarios –arts. 1 y 147 del RNot- y de los Registradores de la Propiedad –especialmente en su labor de calificación ex art. 18 de la LH- y de los propios abogados –art. 42 del EGA-, que pueden incurrir en responsabilidad civil como consecuencia de actuaciones negligentes fruto del desconocimiento del Derecho o, incluso, de determinadas interpretaciones jurisprudenciales del mismo que sean reiteradas y uniformes.
Este deber de conocer el Derecho se expresa en el apotegma jurídico «iura novit curia», que produce una excepción en cuanto a la aplicación del principio dispositivo -«da mihi factum, davo tivi ius»- que, con carácter general, rige en los procesos civiles. El principio dispositivo –frente al inquisitivo propio de los procesos penales rige en los procesos civiles con toda su virulencia en relación con los hechos y con las pretensiones. El art. 282 de la LECiv prescribe que la iniciativa probatoria de los hechos en el proceso civil es de parte, sin perjuicio de que el Tribunal pueda, de oficio, acordar que se practiquen pruebas o que se aporten documentos, dictámenes u otros medios e instrumentos probatorios cuando así lo establezca la ley. El art. 281 de la LECiv señala que la prueba tendrá como objeto los hechos que guarden relación con la tutela judicial que se pretenda obtener en el proceso, así como la costumbre –también ex art. 1.3 del CC; la excepción a la exigencia de prueba está constituida por los usos y costumbres notorios ex art. 2.1 de la LDCG/2006- y el Derecho extranjero (RDGRN de 1 de marzo de 2005 [BOE de 21 de abril de 2005]). El principio dispositivo no rige respecto de la norma jurídica que resulte de aplicación a los hechos alegados y probados, ni a la «causa petendi» y al «petitum» que han sido formulados por la parte que impetra la aplicación del Derecho.
No existe un deber general de conocer las leyes recaiga sobre todos los integrantes de la comunidad jurídica, pero no puede invocarse el desconocimiento de las mismas para evitar su aplicación, encontrando esta última afirmación su fundamento en la eficacia de las leyes y presentando las dos siguientes consecuencias o corolarios: 1º) La falta de culpabilidad o de imputabilidad en la ignorancia de deberes impuestos por las normas jurídicas no es ninguna causa que permita exonerar de su cumplimiento. Esta consecuencia se enuncia a través del apotegma jurídico «ignorantia iuris non exusat» acogido en el art. 6.1 del CC. 2º) En cuanto a las consecuencias de quien se equivoca en el cumplimiento de las previsiones legales resulta irrelevante si se trata de un error de hecho o de Derecho. El párrafo 2º del art. 6.1 del CC prescribe que «el error de Derecho producirá únicamente aquellos efectos que las leyes determinen», pero no excusa de su cumplimiento. El error de Derecho para que sea relevante en el ámbito de impugnación de la validez de los negocios jurídicos ha de ser esencial, excusable – se descarta la eficacia del error culpable o inexcusable- y recognoscible por la otra parte del negocio jurídico y, además, ha de mediar la impugnación, pues estaremos, en todo caso, ante un supuesto de anulabilidad. En consecuencia, puede afirmarse que el error de Derecho no constituye una excepción al principio general del Derecho«ignorantia iuris non exusat» y ello por cuanto no parten del mismo supuesto de hecho.
3.3.3. La renuncia a la ley aplicable: la exclusión voluntaria de la ley aplicable
El CC antes de la reforma del Título Preliminar llevada a cabo en el año 1974 no contenía ninguna referencia a la institución históricamente conocida como renuncia de las leyes. Tras la referida reforma, el art. 6.2 del CC prescribe que «la exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros». En los casos de renuncia de las leyes o de exclusión voluntaria de la ley aplicable el objeto de la renuncia no está constituido por un derecho ya adquirido – o, en sentido amplio, cualquier ventaja jurídica que haya sido adquirida- (v.gr., renuncia al derecho de propiedad sobre un determinado bien, renuncia a la prescripción ganada –art. 1935 CC-, etc.), sino que su objeto es la normativa de cuya aplicación nace un derecho. El CC contempla algunos supuestos específicos de renuncia a la ley aplicable, como es el caso de la renuncia a las normas del saneamiento por evicción en la compraventa (art. 1477 del CC) o para impedir la renuncia, como es el caso del art. 816 del CC, respecto de las normas que rigen las legítimas, sin perjuicio de la validez de la renuncia a los derechos adquiridos en virtud de las normas a cuya aplicación no puede renunciarse habida cuenta de su naturaleza de Derecho imperativo.
Precisamente para que la exclusión de la ley aplicable sea válida es necesario que el objeto de la exclusión sea una norma de carácter dispositivo, pues en otro caso nos situaríamos en el ámbito objetivo de aplicación del art. 6.3 del CC.
El art. 6.2 del CC alude a la exclusión «voluntaria», de manera que se trata de una declaración de voluntad constitutiva de un auténtico negocio jurídico, en el ejercicio del poder de autonomía privada, requiriéndose una declaración de voluntad manifestada de una forma idónea o apta para revelar la voluntad de exclusión, con consentimiento no viciado por el renunciante y que concurra una causa o razón suficiente de acuerdo con la naturaleza de la relación que justifique la exclusión de la ley de acuerdo con la naturaleza de la relación en la que se produzca este negocio de exclusión.
La validez de la renuncia o del negocio de exclusión voluntaria de la ley aplicable tiene como límites el perjuicio de intereses de terceros jurídicamente protegidos – tanto interés de titularidad privada, como de titularidad pública- y el orden público, entendido en el sentido expuesto por P. TRIMARCHI, como el conjunto de principios básicos de la estructura política y económica del Estado. Algún significativo autor – DÍEZ-PICAZO- ha cuestionado la eficacia de los límites a la exclusión voluntaria de la ley aplicable que se contienen en el art. 6.2 del CC, partiendo de la consideración de que no puede contraria el interés o el orden público un acto de renuncia privada, si bien este mismo autor precisa que cuando como consecuencia de la exclusión voluntaria de la ley aplicable se produzca un vacío en el Ordenamiento jurídico la exclusión es nula, sin fundamentar esta conclusión. Pues bien debe considerarse que en estos supuestos en realidad estamos en presencia de un atentado al orden público, puesto que en un sistema de economía de mercado, al ciudadano se le conceden unos poderes que, en el caso de que los utilice para generar una laguna en el Ordenamiento jurídico los habrá utilizado de una manera contraria a la finalidad perseguida al concedérselos.
En definitiva, si como consecuencia del ejercicio de la referida facultad se produce un vacío en la normativa aplicable, se produciría un incremento de la discrecionalidad judicial y, con ello, una mayor inseguridad jurídica. Por ello debe considerarse que la exclusión negocial de la normativa aplicable sin aportar una alternativa convencional a la regulación que se excluye es nula por ser contraria al orden público entendido en el sentido ya expuesto.
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