sábado, 21 de enero de 2023

TEMA 10. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN: SU CONSTRUCCIÓN TÉCNICA.

TEMA 10. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN: SU CONSTRUCCIÓN TÉCNICA. LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS: CONCEPTO. LA ATRIBUCIÓN DE POTESTADES. POTESTADES REGLADAS Y POTESTADES DISCRECIONALES. EL CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD: EN ESPECIAL EL CONTROL DEL FIN Y LA DESVIACIÓN DE PODER. EL PRINCIPIO DE AUTOTUTELA.

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1. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN: SU CONSTRUCCIÓN TÉCNICA

La función constitucional de la Administración Pública consiste en servir con objetividad los intereses generales, actuando a tal efecto con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1 de la Constitución). Este sometimiento es una de las manifestaciones más relevantes del Estado de Derecho (art. 1.1 CE) y, más concretamente, de uno de sus principios fundamentales, a saber, el principio de legalidad (art. 9.1 CE). 

La actividad administrativa se halla, por tanto, plenamente juridificada, o, lo que es lo mismo, no se desenvuelve nunca en un ámbito libre de normas y principios jurídicos. De ahí que la actuación administrativa sea siempre también aplicación de la ley y el Derecho.

El correlato necesario de lo anterior es el sometimiento de la entera actividad administrativa al control jurisdiccional. En efecto, los órganos jurisdiccionales controlan la legalidad de la actuación administrativa (incluido el ejercicio de la potestad reglamentaria), así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican (art. 106.1 CE). No existen, por consiguiente, ámbitos de la actividad administrativa sustraídos de entrada al control judicial. 

Allá donde haya vinculación de la actuación administrativa a la ley y al Derecho (y siempre la habrá, como se ha dicho, aunque sea en mayor o menor medida), cabrá el control jurisdiccional de su legalidad o conformidad a Derecho. Obviamente, siempre que se interponga contra aquélla un recurso admisible que permita o habilite un pronunciamiento jurisdiccional sobre el fondo del mismo, ya que sin recurrente no es posible el control judicial (BACIGALUPO SAGESSE).

Así pues, no hay en el Derecho español ningún espacio franco o libre en que la Administración pueda actuar con un poder ajurídico y libre. Los actos y disposiciones de la Administración, todos, ha de someterse a Derecho, han de ser conformes a Derecho. El desajuste o disconformidad con el Derecho constituyen una infracción del Ordenamiento Jurídico y les priva de actual o potencialmente de validez. El Derecho, según GARCÍA DE ENTERRÍA condiciona o determina de manera positiva la acción administrativa, la cual no es válida sino responde a una previsión normativa. 

El principio de legalidad de la Administración opera, pues, en la forma de una cobertura legal de toda la actuación administrativa: sólo cuando la Administración cuenta con esa cobertura legal previa su actuación es legítima.

2. LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS: CONCEPTO

El principio de legalidad de la Administración, con el contenido que hemos visto, se expresa en un mecanismo técnico preciso: la legalidad atribuye potestades a la Administración, precisamente. La legalidad le otorga facultades de actuación, definiendo cuidadosamente sus límites, apodera, habilita, a la Administración para su acción confiriéndole poderes jurídicos. Toda acción administrativa se nos presenta así como el ejercicio de un poder previamente atribuido por la Ley y por ella delimitado y construido. Sin una atribución previa de potestades simplemente no se puede actuar.

La articulación técnica del principio de legalidad, tal como se ha enunciado, se realiza a través de las potestades. La potestad fue definida por Santi ROMANO como el poder jurídico para imponer decisiones a otros para el cumplimiento de un fin. La potestad entraña, así, un poder otorgado por el ordenamiento jurídico de alcance limitado o medido para una finalidad predeterminada por la propia norma que la atribuye, y susceptible de control por los Tribunales. 

La potestad no supone, en ningún caso, un poder de acción libre, según la voluntad de quien lo ejerce, sino un poder limitado y controlable. Dentro de las potestades, las de la Administración pública son potestades-función, que se caracterizan por ejercerse en interés “de otro”, esto es, no de quien la ejerce, sino del interés público o general.

La potestad se diferencia de los derechos subjetivos por su carácter general y repetible en sus posibilidades de ejercicio, en tanto no se modifique o derogue la norma que la crea. La potestad, por otra parte, crea sujeciones en otros, mientras que el derecho subjetivo no afecta a los demás, sino en un deber genérico de respeto al ejercicio de las facultades que el derecho comprende por parte de su titular. Si del derecho subjetivo surgen sujeciones para otros, al margen del deber general de respeto, es en virtud de relaciones jurídicas precisas y, normalmente, con el consentimiento del obligado en la creación de esa sujeción.

La potestad no genera relación jurídica alguna, ni en pactos ni en negocios jurídicos o actos o hechos singulares, sino que procede directamente del ordenamiento. No recae sobre ningún objeto específico y determinado, sino que tiene un carácter genérico y se refiere a un ámbito de actuación definido en grandes líneas o directrices genéricas. No consiste en una pretensión particular, sino en la posibilidad abstracta de producir efectos jurídicos, de donde eventualmente pueden surgir, como una simple consecuencia de su ejercicio, relaciones jurídicas. En fin, a la potestad no corresponde ningún deber, positivo o negativo, sino una simple sujeción o sometimiento de otros sujetos a soportar sobre su esfera jurídica los eventuales efectos derivados de su ejercicio.

Finalmente, la potestad, a diferencia de los derechos subjetivos, no es transmisible, ni renunciable, ni prescriptible (GARCÍA DE ENTERRÍA, COSCULLUELA MONTANER).

3. LA ATRIBUCIÓN DE POTESTADES: POTESTADES REGLADAS Y POTESTADES DISCRECIONALES.

Si la Administración pretende iniciar una actuación concreta y no cuenta con potestades previamente atribuidas para ello por la legalidad existente, habrá de comenzar por promover una modificación de esa legalidad, de forma que de la misma resulte la habilitación que hasta ese momento faltaba. Ese mecanismo de la previa innovación normativa para producir la atribución de potestades con las cuales seguidamente poder actuar, mediante el ejercicio de tales potestades, se produce incluso cuando es la propia Administración la llamada a dictar la norma nueva, esto es, cuando esa norma basta que sea un Reglamento.

No hay en este fenómeno de auto habilitación a través de normas reglamentarias ninguna quiebra del principio de legalidad, antes bien una confirmación del mismo en cuanto mecanismo formal. Pues la Administración utiliza para dictar el Reglamento una potestad que le ha sido previamente atribuida, la potestad reglamentaria. Del ejercicio de esta potestad, por su virtud normativa, podrán surgir potestades nuevas de actuación concreta, una vez creadas las cuales, y no hasta entonces, la acción concreta es ya posible.

i. La atribución de potestades a la Administración tiene que ser, en primer término, expresa. La exigencia de una explicitud en la atribución legal no es más que una consecuencia del sentido general del principio, que requiere un otorgamiento positivo sin el cual la Administración no puede actuar. A falta de tal atribución legal, la Administración carece de poderes, pues no tiene otros que los que la Ley le atribuye.

Ahora bien, esta exigencia debe ser matizada con la doctrina de los poderes inherentes o implícitos que, por excepción, pueden inferirse por interpretación de las normas más que sobre su texto directo. La inherencia o la implicación han de deducirse no de ninguna imagen ideal o abstracta de unos supuestos poderes “normales” administrativos (imagen que arruinaría la exigencia de la legalidad en su función habilitante), sino de otros poderes expresamente reconocidos por la Ley y de la posición jurídica singular que ésta construye, como poderes concomitantes de tales o de tal posición o, incluso, como filiales o derivados de los mismos (poderes incluidos en otros o derivados).

ii. El segundo requisito de la atribución de potestad es que ésta ha de ser específica. Todo poder atribuido por la Ley ha de ser en cuanto a su contenido un poder concreto y determinado; no caben poderes inespecíficos, indeterminados, totales, dentro del sistema conceptual del Estado de Derecho.

Desde un punto de vista abstracto, un poder jurídico indeterminado es una contradicción con el sistema de Derecho, para el cual es consustancial la existencia de límites. Un derecho ilimitado pondría en cuestión la totalidad del ordenamiento, porque esa ilimitación destruiría todos los demás derechos, los haría imposibles.

El segundo argumento para excluir poderes indeterminados es de pura técnica organizativa: toda organización y más aún a medida que aumenta en complejidad, se edifica sobre una distribución de funciones y de competencias en un conjunto de órganos. Desde la perspectiva interna de la organización, hay que decir que una competencia global y absoluta de un órgano destruirá la organización entera, al sustituirse en el conjunto general de los órganos y al excluir la existencia de límites entre la organización y sus miembros.

Una tercera razón lo constituye el reconocimiento de libertades o derechos fundamental, que impide necesariamente admitir la existencia de poderes ilimitados en la Administración frente a los ciudadanos, pues es, justamente, la primera función de la institución de tales libertades o derechos básicos.

No hay, pues, poderes administrativos ilimitados o globales; todos son, y no pueden dejar de ser, específicos y concretos, tasados, con un ámbito de ejercicio lícito, tras cuyos límites la potestad desaparece pura y simplemente.

Se habla, no obstante, de “cláusulas generales de apoderamiento”. Pues bien, es claro que no se trata en absoluto de una atribución de poderes ilimitados.

Primero, porque en todos los casos se trata de una acotación de supuestos que no son ellos mismos ilimitados, sino simplemente imprecisos en su definición previa, pero necesariamente delimitables en su aplicación concreta mediante la técnica de los “conceptos jurídicos indeterminados”.

Por otra parte, estos supuestos de ejercicio de la potestad juegan bajo la técnica normal de la legitimación, como requisito que condiciona la posibilidad de ejercicio de una potestad, pero no por ello trasladan a ésta una ilimitación de contenido o de posibilidades de actuación. Ese contenido está siempre tasado y no puede dejar de estarlo, en cuanto que estos poderes están ordenados a un fin específico, como rezan las normas que los atribuyen, y no a cualesquiera fines, lo que les hace a la vez controlables por el principio de la proporcionalidad o adecuación. Este contenido está siempre tasado y no puede dejar de estarlo (GARCÍA DE ENTERRÍA).

En el caso de poderes excepcionales de policía, justificados en un estado de necesidad colectivo, estado que justifica la necesidad de suspender momentáneamente la legalidad ordinaria y que por tanto enuncian poderes públicos más extensos, no llegan a ser poderes ilimitados, en cuanto están ordenados a un fin específico, como rezan las normas que los atribuyen, y no a cualesquiera fines, lo que les hace a su vez controlables por el principio de la proporcionalidad o adecuación. En todo caso, esos poderes de excepción son tales, esto es, excepcionales al sistema de legalidad ordinaria, que se ve suspendido sólo transitoriamente, y en ultimo término son corregibles.

3.1. Potestades regladas y potestades discrecionales

La atribución expresa y específica de las potestades administrativas por la legalidad es una forma de atribución que resulta aplicable en todos los casos. Pero, existe a continuación una distinción que GARCÍA DE ENTERRÍA califica de capital en el modo como esa atribución se realiza: así, la ley puede determinar de una forma exhaustiva todas y cada una de las condiciones de ejercicio de la potestad, de forma que construya un supuesto legal completo y una potestad aplicable al mismo también definida en todos sus términos y consecuencias; o bien por el contrario, definiendo la ley, porque no puede dejar de hacerlo, en virtud de las exigencias de explicitud y especificidad de la potestad que atribuye a la Administración, algunas de las condiciones de ejercicio de dicha potestad, remite a la estimación subjetiva de la Administración el resto de las condiciones, bien en cuanto a la integración última del supuesto de hecho, bien en cuanto al contenido concreto, dentro de los limites legales, de la decisión aplicable o bien de ambos elementos.

La distinción de esas dos formas de atribución legal de las potestades administrativas corresponde al par de conceptos potestad reglada-discrecional.

El grado máximo de vinculación de la Administración al ordenamiento se alcanza cuando éste programa su actuación a través de normas de estructura condicional con alta densidad regulatoria. Son normas de programación condicional aquellas que anudan la adopción de una determinada consecuencia jurídica a la concurrencia de un determinado supuesto de hecho, descrito en la norma («La Administración adoptará la consecuencia jurídica X si concurre el supuesto de hecho Y»).

En estos casos, la potestad es reglada cuando la norma describe con precisión el supuesto de hecho y, además, obliga a la Administración, en caso de que concurra el mismo, a adoptar una consecuencia jurídica determinada. El ejercicio de potestades regladas reduce a la Administración a la constatación del supuesto de hecho legalmente definido de manera completa y a aplicar en presencia del mismo lo que la propia ley ha determinado también agotadoramente. Hay, por tanto, un proceso aplicativo de la ley que no deja margen o resquicio a juicio subjetivo ninguno, salvo la constatación o verificación del supuesto mismo para contrastarlo con el tipo legal.

La aplicación de tales normas se lleva a cabo mediante un elemental silogismo y consiste, en lo esencial, en la subsunción de la realidad a la que se pretende aplicar la norma en el supuesto de hecho descrito en la misma. Si dicha realidad encaja en el supuesto de hecho normativo, la Administración debe -sin más- adoptar la consecuencia jurídica prevista en la norma, es decir, debe actuar (sin margen de decisión de ninguna clase) con arreglo a lo exigido por la norma habilitante.

Cuando el ordenamiento atribuye a la Administración una potestad mediante normas de semejante estructura, podemos afirmar que dicha potestad es una potestad reglada.

El control jurisdiccional del ejercicio de potestades regladas es un control de máxima intensidad. En consecuencia, dado que cuando la potestad actuada por la Administración es reglada su actuación se halla sometida a una elevada densidad de programación normativa, el control jurisdiccional de aquélla podrá ser, correlativamente, un control de máxima intensidad.

Sin embargo, la eficacia de la actuación de la Administración puede exigir una atenuación de su vinculación normativa en determinados ámbitos de la intervención administrativa. Como se ha señalado, la función constitucional de la Administración consiste en servir eficazmente los intereses generales (art. 103.1 CE). Esta función no la puede cumplir, sin embargo, una Administración cuya actuación se programa exclusivamente a través de normas de programación condicional con alta densidad regulatoria.

La realidad a la que se debe enfrentar la Administración con el fin de servir los intereses generales es compleja y cambiante, por lo que precisa disponer de potestades flexibles y fácilmente adaptables a las peculiaridades de cada caso para poder tutelar dichos intereses eficazmente, como es su deber constitucional. Así como el ideal del Estado de Derecho tiende a exigir que la vinculación de la Administración al ordenamiento sea particularmente intensa, el principio de Estado social (arts. 1.1 y 9.2 CE) y la legitimación democrática (directa o indirecta) de la propia Administración inciden en cierto modo en la dirección opuesta, exigiendo al legislador que dote a la Administración de potestades flexibles que le permitan intervenir eficazmente sobre una realidad social crecientemente compleja y mudable en defensa de los intereses generales.

Las potestades regladas no ofrecen siempre, sin embargo, esa necesaria flexibilidad. De ahí que resulte plenamente acorde con el Estado social y democrático de Derecho el que el legislador atenúe de manera creciente -aunque siempre dentro de los límites que impone el principio constitucional de reserva de ley- la intensidad de la vinculación de la Administración a la ley.

Tal atenuación se logra reduciendo la densidad con la que las normas programan el contenido de la actividad administrativa. A su vez, este objetivo se puede alcanzar, con intensidad creciente, vinculando a la Administración mediante alguno de los siguientes tipos de norma:

- Normas de programación condicional cuyo supuesto de hecho se describe con la ayuda de conceptos jurídicos indeterminados. Formalmente, la doctrina aún hoy mayoritaria entiende que las potestades que se otorgan mediante tales normas son potestades regladas, pero admite de forma prácticamente unánime que a la hora de aplicarlas la Administración goza (o puede gozar al menos en algunos supuestos) de un margen de apreciación, no muy distinto del margen de decisión del que indiscutiblemente se dota a la Administración cuando se le atribuyen genuinas potestades discrecionales.

- Normas de programación condicional que, comprobada la concurrencia del supuesto de hecho, no obligan sin embargo a la Administración a adoptar la consecuencia jurídica prevista en la norma (la adopción es facultativa), o le permiten a ésta elegir entre varias consecuencias jurídicas posibles.

Serían éstas las potestades discrecionales en sentido estricto, que pueden atribuir dos tipos de discrecionalidad, a saber: o bien discrecionalidad de actuación (la adopción por la Administración de la consecuencia jurídica prevista por la norma es facultativa, es decir, no obligatoria), o bien discrecionalidad de elección (cuando la norma obliga a adoptar una consecuencia jurídica, pero le permite a la Administración elegir entre varias consecuencias jurídicas posibles).

También es posible que una misma norma atribuya a la Administración ambas clases de discrecionalidad a la vez (la norma prevé una variedad de consecuencias jurídicas posibles, pero no obliga a la adopción de ninguna de ellas).

- Finalmente, en aquellos casos en que la realidad regulada resulta particularmente compleja o mudable, es decir, cuando no es posible describir el supuesto de hecho normativo con un mínimo grado de precisión (ni siquiera con la ayuda de conceptos jurídicos indeterminados), el ordenamiento renuncia a una programación condicional de la actuación administrativa y opta por programarla meramente por fines u objetivos (programación finalista o teleológica).

Este tipo de programación normativa es el que da lugar al más amplio de los márgenes de decisión que el ordenamiento puede otorgar a la Administración, toda vez que el ordenamiento no predetermina los medios que la Administración deba o pueda emplear para lograr los fines u objetivos que la ley le obliga a perseguir. Las normas de programación final defieren la elección de los medios a la discrecionalidad de la Administración. La manifestación más clara del margen de decisión que comporta este modo de programación es la llamada discrecionalidad de planificación (por ejemplo, la discrecionalidad del planeamiento urbanístico).

Como es lógico, la atenuación de la vinculación de la Administración al ordenamiento conlleva siempre un efecto insoslayable: la intensidad del control jurisdiccional disminuye; cuanto más amplio sea el margen de apreciación o de decisión atribuido a la Administración, menos intenso podrá ser su control judicial (BACIGALUPO SAGESSE).

4.EL CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD: EN ESPECIAL EL CONTROL DEL FIN Y LA DESVIACIÓN DE PODER

Debemos señalar que todas las técnicas de control quedan enmarcadas a partir de la promulgación de la Constitución de 1978 en el cuadro de la formal prohibición que esta contiene en su artículo 9.3 de la arbitrariedad de los poderes públicos, prohibición que obliga a distinguir entre la discreción y el arbitrio legítimos y la mera voluntad o el puro capricho de los administradores.

Como ya se ha dicho, la intensidad del control jurisdiccional varía según el grado de vinculación de la Administración al ordenamiento. Este control es de máxima intensidad cuando el ordenamiento predetermina de manera exhaustiva y agotadora el sentido o contenido de la actuación administrativa, es decir, cuando la Administración ejerce potestades enteramente regladas.

El control del ejercicio de este tipo de potestades es un control positivo. No se limita a determinar si la actuación impugnada adolece de algún vicio jurídico, sino que tiene por objeto comprobar si dicha actuación se corresponde precisamente con la única permitida en el caso concreto por el ordenamiento jurídico.

En estos casos, el juez contencioso-administrativo reconstruye, por tanto, en cierto modo, la decisión administrativa que procedía adoptar en el caso conforme al ordenamiento. Esto significa que si la actuación administrativa impugnada no coincide con la única permitida en el caso concreto por el ordenamiento jurídico, el juez podrá no sólo anularla, sino ordenar también, en su caso, la sustitución de aquélla por la que proceda en derecho.

El control jurisdiccional de la actuación administrativa es, por el contrario, de una intensidad sensiblemente menor cuando la Administración goza de un margen de apreciación o de decisión en el ejercicio de la potestad actuada. 

Es decir, cuando (i) goza de un margen de apreciación a la hora de subsumir la realidad del caso concreto en el supuesto de hecho de una norma que lo describe mediante conceptos jurídicos indeterminados; (ii) cuando ejerce una potestad que le atribuye discrecionalidad de actuación o de elección (o ambas a la vez); o, en fin, (iii) cuando realiza una actuación cuya programación normativa es meramente finalista.

En cualquiera de estos casos el control jurisdiccional, aunque de intensidad diversa (pues la amplitud del margen de apreciación o de decisión no es la misma en todos ellos), es un control negativo.

Inversamente a lo que sucede en el caso del control del ejercicio de las potestades regladas, el control de un margen de apreciación o de decisión de la Administración no tiene por objeto comprobar si la actuación impugnada se corresponde con la única permitida en el caso concreto por el ordenamiento jurídico, por la sencilla razón de que, si la Administración goza de un margen de apreciación o de decisión, lo normal será que no exista una única actuación conforme a Derecho en el caso concreto.

Eso no significa, sin embargo, que se acomode al ordenamiento jurídico cualquier decisión o actuación imaginable y, por lo tanto, resulte inviable cualquier control en derecho del ejercicio que la Administración haga de su margen de apreciación o de decisión.

Esto se debe a que, si bien la ley otorga un margen de apreciación o de decisión a la Administración, la elección que adopte ésta en el ejercicio de dicho margen no debe respetar tan sólo los límites -formales o materiales- que al mismo le imponga la propia ley que lo otorga (los aspectos reglados de toda potestad), sino también el conjunto de principios que integran el ordenamiento jurídico y que deben ser siempre observados, con independencia de que la ley programe la actuación de la Administración con mayor o menor intensidad. Recuérdese una vez más que la Administración no sólo está sometida a la ley, sino también al Derecho (art. 103.1 CE).

Veamos entonces de manera algo más detenida cuáles son concretamente los límites jurídicos que la Administración debe respetar a la hora de ejercer una potestad discrecional, y cuya observancia puede –y debe- fiscalizar el juez contencioso administrativo en caso de impugnación. Si la Administración infringe alguno de estos limites, su decisión discrecional adolecerá de un vicio jurídico que determinará su anulación.

i - El control de los hechos

Toda potestad discrecional se apoya en una realidad de hecho que funciona como presupuesto de hecho de la norma de cuya aplicación se trata. Este hecho ha de ser una realidad como tal hecho y ocurre que la realidad es siempre una y solo una: no puede ser y no ser al mismo tiempo o ser simultáneamente de una manera y de otra. La valoración de la realidad podrá ser acaso objeto de una facultad discrecional, pero la realidad como tal, si se ha producido el hecho o si no se ha producido y como se ha producido el mismo, no puede ser objeto de una facultad discrecional, porque no puede quedar al arbitrio de la Administración discernir si un hecho se ha cumplido o no se ha cumplido o determinar que algo ha ocurrido si realmente no ha sido así. Por tanto, el primer límite viene dado por los hechos determinantes de la actuación administrativa. La determinación de los mismos no es discrecional. Por lo tanto, el juez determina los hechos sin vinculación a la determinación efectuada por la propia Administración. Esto significa también que la comprobación de la concurrencia del supuesto de hecho normativo que habilita a la Administración a actuar discrecionalmente es, en principio, plenamente revisable por el juez.

Esta afirmación debe ser matizada, sin embargo, en los casos en que la norma describe el supuesto de hecho mediante conceptos jurídicos indeterminados. Debemos de partir de que los conceptos utilizados por las normas pueden ser determinados o indeterminados. Los conceptos determinados delimitan el ámbito de la realidad al que se refieren de una manera precisa y inequívoca. Por ejemplo: la mayoría de edad se produce a los 18 años. En este caso el número de años está perfectamente determinado y la aplicación de tales conceptos en los casos concretos se limita a la pura constatación, sin que se suscite duda alguna en cuanto al ámbito material a que tales conceptos se refieren. Por el contrario, con la técnica del concepto jurídico indeterminado la norma se refiere a una esfera de realidad cuyos límites no aparecen bien precisados en su enunciado, no obstante lo cual es claro que se intenta delimitar un supuesto concreto. Así, conceptos como buena fe, falta de probidad, incapacidad permanente para el ejercicio de las funciones. La norma no determina con exactitud los límites de esos conceptos, porque se trata de conceptos que no admiten una cuantificación o determinación rigurosas, pero en todo caso es manifiesto que se está refiriendo a un supuesto de la realidad que admite ser precisado en el momento de su aplicación. La norma utiliza conceptos de experiencia o de valor, porque las realidades referidas no admiten otro tipo de determinación mas precisa. Pero al esta refiriéndose a supuestos concretos y no a vaguedades imprecisas o contradictorias, es claro que la aplicación de tales conceptos o la cualificación de las circunstancias concretas no admite más que una solución: o se da o no se da el concepto. Pero lo cierto es que en estos supuestos la Administración puede gozar de un margen de apreciación para subsumir la realidad en el supuesto de hecho de la norma y, por consiguiente, para apreciar si el supuesto de hecho descrito en la norma concurre o no en el caso.

ii - El control de los aspectos formales de carácter reglado

En segundo lugar, el control jurisdiccional es igualmente pleno o de máxima intensidad en relación con los aspectos formales de carácter reglado de la potestad discrecional. Estos aspectos incluyen la observancia de la competencia y del procedimiento legalmente establecido. También comprende el cumplimiento de la obligación legal de motivación de las decisiones discrecionales [art. 35.1.i) de la Ley 39/2915, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas]. Esta última exigencia no posee sólo una relevancia meramente formal, sino también material para el control que tiene por objeto comprobar si la decisión infringe o no algún principio constitucional o principio general del Derecho.

iii- El control de la desviación de poder

En tercer lugar, las decisiones discrecionales adolecen de un vicio jurídico si incurren en desviación de poder. Recuérdese que el artículo 106.1 CE establece que los órganos jurisdiccionales controlan no sólo la legalidad de la actuación administrativa, sino también el sometimiento de ésta a los fines que la justifican.

En este sentido, el artículo 48.1 de la Ley 39/2015 dispone que “son anulables los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder”. Igualmente, el artículo 70.2 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa establece que “la sentencia estimará el recurso contencioso administrativo cuando la disposición, la actuación o el acto incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder”. Este precepto legal define asimismo el concepto de desviación de poder. Conforme a lo que establece en su párrafo segundo, “se entiende por desviación de poder el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico”.

Aunque la Ley no lo limita expresamente a las potestades discrecionales, es éste un vicio típico del ejercicio de esta clase de potestades. Téngase en cuenta que, si se trata de una potestad reglada y la actuación administrativa se corresponde puntualmente con la única permitida por el ordenamiento jurídico, resulta del todo irrelevante desde el punto de vista jurídico si la Administración actuó animada o no por el fin para el que la potestad ejercida le ha sido atribuida.

Por el contrario, si la potestad actuada es discrecional y la decisión de la Administración se adopta en apariencia dentro de los límites del margen de decisión que le confiere dicha potestad, sí resulta plenamente relevante saber si la decisión ha sido adoptada o no para el fin para el que la potestad discrecional le ha sido atribuida a la Administración. Sin embargo, se trata de un vicio normalmente difícil de probar en la práctica procesal.

La desviación de poder descansa en el carácter funcional de las potestades administrativas. Éstas se atribuyen exclusivamente para la satisfacción de un interés público concreto que la norma determina. En consecuencia, cualquier actuación que persiga otro fin diverso, aunque sea lícito, no viene amparada por la potestad en base a la cual se dicta el acto y, en consecuencia, éste está viciado.

Por tanto, incurre en desviación de poder todo acto que persigue fines privados, sean lícitos o ilícitos; los que persiguen fines públicos prohibidos por la norma; y los que persiguen fines públicos lícitos distintos de aquellos para los que se ha otorgado la potestad de acción que se ejerce.

La jurisprudencia ha puntualizado que la desviación de poder debe ser enjuiciada sólo tras comprobar que el acto enjuiciado no incurre en otro vicio de legalidad, puesto que éstos tienen prioridad. Sólo cuando el acto cumple dicha legalidad extrínseca cabe entrar en el enjuiciamiento de los fines que el acto pretende, para comprobar si se aparta o no de los fines que para el mismo prevé el ordenamiento jurídico.

Esta doctrina no significa que el acto no pueda estar incurso en vicio de desviación de poder cuando tiene otro vicio de legalidad, sino que el enjuiciamiento de este vicio extrínseco a la legalidad tiene prioridad, y como la existencia de este otro vicio ya determina la nulidad del acto, no es necesario investigar la existencia de nuevos vicios en un acto que ya se va a anular. Esta doctrina no implica que el vicio de desviación de poder no se dé en presencia de otro vicio de legalidad, sino que no hace falta su consideración, puesto que el acto ya debe ser anulado, lo cual implica una toma de posición sobre el modo de actuar los Tribunales, y no una declaración de incompatibilidad de vicios.

En cualquier caso, dada la presunción de validez de los actos administrativos, la carga de probar incumbe a quien recurre alegando dicho vicio. Frente a la gran amplitud con que se ha utilizado por el Consejo de Estado francés esta técnica de control de la acción administrativa, el Tribunal Supremo, pese al expreso reconocimiento de la misma por el Ordenamiento español, la ha utilizado cicateramente, escudándose en exigencias procesales de prueba de la existencia de la desviación de poder que van más allá de lo exigible en esta institución, en la cual las presunciones razonables y los indicios suficientes deberían bastar cuando sean claros y manifiestos.

Tras la aprobación de la Constitución, además, la jurisprudencia tiene una natural tendencia a la toma en consideración del principio de interdicción de la arbitrariedad con preferencia a la desviación de poder. Ciertamente, la distinción entre una y otra figura no siempre es fácil, por cuanto como regla la desviación de poder supone normalmente actuación arbitraria de la Administración; pero las instituciones son diferentes y tienen en nuestro ordenamiento una consideración separada, como se verá a continuación.

iv - El control del ejercicio de la discrecionalidad sobre la base de principios constitucionales y principios generales del Derecho

No podemos obviar que la Ley ha otorgado a la Administración una potestad de obrar, pero ello no implica que haya derogado para ella la totalidad del ordenamiento jurídico, el cual, con su componente de los principios generales del Derecho, sigue vinculando a la Administración. No tiene sentido, por ello, pretender ampararse en una potestad discrecional para justificar una agresión administrativa al orden jurídico, a los principios generales que no sólo forman parte de éste, sino que lo fundamentan y lo estructuran, dándole su sentido propio por encima del simple agregado de preceptos casuísticos. Así lo expresa hoy con toda claridad el artículo 1.4 del Código Civil en su alusión expresa al “carácter informador del ordenamiento jurídico” que corresponde a dichos principios, con arreglo a los cuales debe, en consecuencia, ser interpretado aquél. Los principios generales del Derecho proporcionan, por ello, otros tantos criterios que habrán de ser tenidos en cuenta a la hora de enjuiciar las actuaciones discrecionales. Conviene recordar al respecto que los principios generales del Derecho son una condensación de los grandes valores jurídicos materiales que constituyen el sustrato del Ordenamiento Jurídico y de la experiencia reiterada de la vida jurídica. No consisten, pues, en una abstracta e indeterminada invocación de la justicia o de la conciencia moral o de la discreción del juez, sino en la expresión de una justicia material especificada técnicamente en función de los problemas jurídicos concretos y objetivada en la lógica misma de las instituciones. Constituyen, pues, el límite jurídico más importante que el ordenamiento jurídico impone al ejercicio de potestades discrecionales.

Esos principios son, fundamentalmente, el principio de interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE), el principio de igualdad (art. 14 CE), el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) -y, como manifestación de este último, el principio de protección de la confianza legítima-, así como el principio de proporcionalidad. La jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo aplicaba ya en el período preconstitucional esta técnica de control de los poderes discrecionales, condenando los resultados contrarios a los principios de la buena fe y la confianza legítima.

Sin embargo, el control en Derecho que permiten tales principios no es un control positivo, sino meramente negativo. No tiene por objeto comprobar si la actuación impugnada se corresponde con la única permitida en el caso concreto por el ordenamiento jurídico (que no suele haberla cuando la ley otorga a la Administración un margen de apreciación o de decisión), sino que se limita a comprobar si la actuación impugnada adolece de algún vicio jurídico, consistente precisamente en la infracción de alguno de dichos principios.

Si la actuación impugnada no adolece de ningún vicio, será plenamente conforme a Derecho y deberá ser confirmada por el juez contencioso-administrativo, aunque pueda haber otras alternativas que lo serían igualmente. La elección entre éstas no puede ser revisada en sede jurisdiccional, pues, siendo todas ellas inobjetables desde un punto de vista jurídico, cualquier pretensión revisora desbordaría los límites propios de un control en Derecho, penetrando de lleno en el ámbito del juicio sobre la oportunidad o el acierto de la decisión adoptada por la Administración, cuya revisión le está vedada a la jurisdicción.

Adicionalmente, se ha de tener en cuenta que los principios jurídicos sólo vinculan a la Administración negativamente. Es decir, sólo prohíben aquellas actuaciones que conculcan de manera notoria o manifiesta los valores jurídicos en ellos consagrados, pero no predeterminan positivamente cuál sea la que proceda adoptar entre aquellas otras que no adolezcan de tal vicio.

En consecuencia, estos principios no anulan o agotan el margen de apreciación o de decisión legalmente otorgado a la Administración, sino que sólo le imponen límites a su ejercicio.

Si la Administración los desborda (porque elige una solución arbitraria, desproporcionada o discriminatoria), el juez contencioso- administrativo anulará la decisión administrativa impugnada, pero no ordenará su sustitución por otra, pues -aun descartada la opción anulada- podrá seguir habiendo una pluralidad de decisiones alternativas posibles que, sin incurrir en infracción de ningún principio jurídico, puedan ser legítimamente adoptadas por la Administración en el ejercicio de su margen de apreciación o de decisión. Como se ha dicho, la opción por cualquiera de éstas corresponde a la Administración, y la elección que ésta lleve a cabo no es susceptible de un control en Derecho.

Sólo excepcionalmente los principios jurídicos agotan el margen de apreciación o de decisión legalmente otorgado a la Administración. Ocasionalmente puede darse algún caso en que, no obstante gozar la Administración inicial o formalmente de un margen de apreciación o de decisión, proceda entender que tan sólo una única actuación no estaría incursa en infracción de algún principio jurídico, por apreciarse que cualquier otra imaginable en el caso concreto infringiría necesariamente alguno de estos principios.

En estos casos la doctrina habla de un agotamiento o, en terminología acuñada por la dogmática alemana, de una reducción a cero del margen de apreciación o de decisión. 

Tal agotamiento del margen de apreciación o de decisión determina que la potestad actuada se transforme en el caso concreto en una potestad reglada (dado que en el caso sólo una única solución se ajusta a Derecho). En consecuencia, el control jurisdiccional de la actuación impugnada será también en estos casos un control positivo (y no meramente negativo, como sucede normalmente cuando la ley otorga a la Administración un margen de apreciación o de decisión), y por ello tendrá por objeto comprobar si dicha actuación se corresponde o no con la única permitida en el caso concreto por el ordenamiento jurídico (BACIGALUPO SAGESSE, COSCULLUELA MONTANER).

4.EL PRINCIPIO DE AUTOTUTELA

En el supuesto de que un particular quisiera hacer cumplir a otro una obligación que efectivamente ha contraído, sin que este último acepte el cumplimiento voluntario de la misma, el particular acreedor deberá acudir al Juez para probar la existencia del derecho del que nace la obligación que pretende hacer cumplir, probar su validez, y sólo si el Juez así lo declara en la oportuna sentencia, se producirá el efecto del cumplimiento coactivo de la obligación por el particular obligado. 

Sin embargo, y como recoge GARCÍA DE ENTERRÍA, ello no excluye el reconocimiento de algún fenómeno de autotutela en el propio ámbito de las relaciones privadas. Esa autotutela privada, primero, es excepcional y, segundo, es facultativa. Excepcional, porque contradice el principio general de tutela judicial y precisa de un reconocimiento legal explícito, y también porque se constata en supuestos que en la práctica se producen en contadas ocasiones. Casos de autotutela privada son los de “estado de necesidad” (artículo 8.7 del Código Penal), el derecho de retención (art 1866 y 1872 del Código Civil), la facultad de cortar las raíces de un árbol ajeno que penetra en fundo propio (artículo 592 del CC), la de recuperar la posesión de un enjambre (artículo 612 del Código Civil), y algunos casos más de autotutelas pactadas o reservadas entre las partes, cuya validez se valora de forma estricta. Cuando decimos que esta autotutela es facultativa, queremos decir que es actuable a iniciativa del sujeto y por su sola voluntad, a la que se exime de recabar la conformidad o el respaldo judicial, pero no con ello ha de construir un valladar que excluya de forma necesaria la actuación judicial.

A diferencia de esta situación normal entre particulares, el principio o privilegio de autotutela de la Administración, que está definida de manera explicita en las leyes de modo que es su exclusión la que requiere un texto especial, tiene el siguiente significado y efectos. Una vez dictado un acto administrativo, que es una decisión unilateral de la Administración, se presume válido y es inmediatamente ejecutivo, despliega de inmediato sus efectos (cumplidos los requisitos de eficacia, como la notificación, la necesidad de aceptación, etc.) y es de obligado cumplimiento para el administrado afectado, sin necesidad de que sea declarada su previa validez por los Tribunales, aun en el caso de que el administrado no reconozca esa validez. Esta autotutela no enuncia simplemente un sistema de simples facultades de la Administración, sino que define un ámbito necesario de actuación, donde el poder del juez queda excluido, salvo en un momento singular de esa actuación y con poderes notablemente tasados. El juez no podrá penetrar en el ámbito de autotutela administrativa, interferir su desarrollo. No podrá evitar que la Administración dicte un acto ejecutorio o privar a dicho acto de ejecutoriedad, interferir en la ejecución del mismo o paralizar la actuación administrativa, ni pronunciarse sobre el contenido eventual de una relación antes de que la Administración lo haya ejecutoriamente declarado. Enunciado de forma positiva: el juez debe respetar la realización íntegra por la Administración de su potestad de autotutela; únicamente podrá intervenir cuando la autotutela esté ya producida y precisamente para verificar si la misma se ajusta o no al derecho materialmente aplicable.

Así, el art. 38 de la Ley 39/2015 establece que los actos de las Administraciones públicas sujetos al Derecho administrativo serán ejecutivos con arreglo a lo dispuesto en esta Ley, y el art. 39.1 añade que los actos de las Administraciones públicas sujetos al Derecho administrativo se presumirán válidos y producirán efectos desde la fecha en que se dicten, salvo que en ellos se disponga otra cosa. En el mismo sentido, el artículo 98.1 señala que los actos de las Administraciones públicas sujetos al Derecho administrativo serán inmediatamente ejecutivos, salvo se produzca la suspensión de su ejecución, se trate de una resolución de un procedimiento de naturaleza sancionadora contra la que quepa algún recurso en vía administrativa, incluido el potestativo de reposición, una disposición establezca lo contrario o se necesite aprobación o autorización superior.

Ello implica, consecuentemente, que la carga de impugnar el acto recae sobre el administrado, que debe recurrirlo puesto que la presunción juega en favor de la validez. Ahora bien, la presunción de legalidad del acto administrativo desplaza sobre el ciudadano la carga de accionar, para evitar la firmeza de aquél, pero no afecta a la carga de la prueba, que ha de ajustarse a las reglas generales.

En segundo lugar, y como complemento poderoso del anterior privilegio, la autotutela ejecutiva o ejecutoriedad de los actos administrativos implica que la Administración puede ejecutar por sus propios medios, sin acudir a los Tribunales, los actos dictados por ella que no sean voluntariamente cumplidos por su destinatario. Establece a tal respecto el art. 99 de la Ley 39/2015 que la Administración pública, a través de sus órganos competentes en cada caso, podrá proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa de los actos administrativos, salvo en los supuestos en que se suspenda la ejecución de acuerdo con la ley, o cuando la Constitución o la ley exijan la intervención de los Tribunales. Esta cualidad de los actos de la Administración se aplica a todos los que la Administración dicte, bien sean de protección de una situación preexistente, bien innovativos de dicha situación, creadores de situaciones nuevas, incluso gravosas para el administrado.

Ambos privilegios, el de ejecutividad y el de ejecutoriedad, que integran el principio de autotutela, han sido considerados conformes a la Constitución por el Tribunal Constitucional desde su sentencia 22/1984, de 17 de febrero, ya que sirven para garantizar la eficacia administrativa y evitar dilaciones indebidas en la ejecución de la acción administrativa, que además puedan poner en peligro la ejecución final de dicha actividad. 

No obstante, dichos privilegios están sujetos al respeto de determinados derechos constitucionales: el de inviolabilidad de domicilio, por ejemplo, que exige la autorización judicial previa de la acción administrativa. Además, admiten excepciones cuando se obtiene como medida cautelar, en vía administrativa o jurisdiccional, la suspensión de la eficacia del acto administrativo.

En todo caso, hay que advertir que mientras la presunción de validez de los actos administrativos tiene un valor general respecto de toda la actividad administrativa, los privilegios de ejecutividad y ejecutoriedad sólo operan de forma plena en relación con el ejercicio de potestades de ordenación, sanción, limitación y ablación de derechos. Por lo que respecta a la ejecutoriedad, debe ser entendida también en razón de los fines que motivan su creación por el régimen de Derecho administrativo: afirmar la satisfacción de los intereses públicos aun en contra de la voluntad de los particulares que puedan resultan afectados.

Por ello, la ejecutoriedad no opera de forma plena en las actividades de prestación, con aceptación voluntaria por parte de los beneficiarios, que no persiguen en sí mismos ningún cumplimiento necesario o forzoso (por ejemplo, la subvención, servicios públicos voluntarios), aunque debe advertirse que en el seno de las relaciones que surgen con motivo de la aceptación de una actividad de prestación voluntaria puede darse el ejercicio de potestades de ordenación, sanción o limitación de derecho que sí tendrán ya la fuerza de la ejecutoriedad plena (por ejemplo, en el cumplimiento de la obligación de devolución del dinero de una subvención revocada por incumplimiento de las condiciones por las que se otorgó).

Finalmente, la autotutela se ve reforzada en nuestro ordenamiento jurídico administrativa por ciertas extensiones o reduplicaciones de la misma (GARCÍA DE ENTERRÍA) que fortalecen todavía más la posición de la Administración frente al administrado:

i -La potestad sancionadora de la Administración, que permite en muchas ocasiones a ésta sancionar por su propia autoridad la falta de cumplimiento voluntario de los actos administrativos, y que es compatible e independiente con el privilegio de autotutela ejecutiva o ejecutoriedad de aquéllos. Supone un reforzamiento notable de la autotutela ejecutiva: el particular que ha incumplido una obligación o un deber que le vinculaba a la Administración, no solo se arriesga a la ejecución forzosa de tal obligación, sino también a una sanción por su incumplimiento, sanción que impondrá directamente la Administración sin necesidad de acudir al juez.

ii - La necesidad de interponer un previo recurso ante la propia Administración, que será quien lo resuelva, antes de acudir a los Tribunales, cuando se impugna un acto administrativo, siempre que éste no ponga a fin al vía administrativa (recurso de alzada). Esto supone el someter la reacción impugnatoria del particular que pretende destruir la legitimidad de los actos o ejecuciones administrativas sujetas al Derecho administrativo a una previa decisión de la Administración, a cuyo efecto se impone al particular la carga de residenciar ante ésta el correspondiente recurso.

iii - La imposibilidad de interponer acciones posesorias contra la actuación formalmente correcta de la Administración (art. 105 de la Ley 39/2015: “No se admitirán a trámite acciones posesorias contra las actuaciones de los órganos administrativos realizadas en materia de su competencia y de acuerdo con el procedimiento legalmente establecido”). La prohibición de acciones posesorias es un corolario necesario de los privilegios de ejecutividad y ejecutoriedad, pues de otra suerte se frustraría la ejecución material de los actos administrativos. La excepción la constituye la llamada vía de hecho, que supone una actividad material de la Administración que se ejecuta sin título jurídico que la ampare (COSCULLUELA MONTANER).

- Abusos de la autotutela

En primer lugar esta la aplicación de la autotutela administrativa a las relaciones entre privados, para lo cual se introduce en éstas una convencional intervención administrativa que no tiene otro objeto que buscar ese efecto. Este tipo de fórmulas, que PARADA VÁZQUEZ ha llamado arbitrales porque la Administración actúa supra ordenadamente a los intereses en juego, han sido utilizadas por la legislación preconstitucional (derechos de rectificación y réplica en materia de prensa, vivienda, relaciones laborales, seguros, etc.), pero son difícilmente admisibles hoy, a menos que se orienten como modalidades de arbitraje voluntario en el marco de la legislación de arbitraje.

En segundo lugar, y más grave, es la extensión de las técnicas de la autotutela administrativa al ámbito sancionador o represivo. Esta extensión se ha realizado de dos maneras: en primer término, aplicando la técnica de la sanción administrativa no sólo al cumplimiento de obligaciones especiales respecto a la Administración, sino también a infracciones cometidas contra el ordenamiento en general en el ámbito de las relaciones de supremacía general (infracciones en materia de seguridad ciudadana, de mercado, etc.), y en segundo término, haciendo disponibles como sanciones administrativas los bienes básicos de la vida civil (la libertad, la propiedad, el ejercicio profesional).

Como sostiene GARCÍA DE ENTERRÍA, se comprende inmediatamente, primero, que la autotutela administrativa está aquí fuera de lugar, puesto que las sanciones se aplican no para tutelar ninguna situación jurídica de la Administración, sino el orden social en su conjunto, y segundo, que la disponibilidad por la Administración de esos bienes básicos de los ciudadanos, al margen de cualquier relación previa con ella, trastorna las bases de la vida social y, en particular, la posición central del juez penal.

- Consecuencias de la Autotutela

Puede señalarse que su ejercicio comporta ciertas consecuencias:

1. Una procedimentalización formal de la actuación administrativa derivada de la dicción del apartado c) del articulo 105 de la Constitución: “La Ley regulará... c) el procedimiento a través del cual deben producirse los actos administrativos”. Aunque el procedimiento administrativo no es por su naturaleza un proceso judicial, resulta obvio que aparece configurado sobre los esquemas de este último (actos ordenados a una resolución final, fases del procedimiento, principio de contradicción, distinción entre fases de alegaciones, prueba y resolución).

2. Debe destacarse que esa procedimentalización implica de hecho una actuación escrita y formalmente generalizada.

3. Especial referencia ha de hacerse a la imposición de la necesidad de una motivación, mediante relación de hechos y fundamentación jurídica, de las declaraciones administrativas ejecutorias que restrinjan derechos o resuelvan conflictos y, en todo caso, de las ejecuciones.

4. Por último, es también una directa consecuencia de la autotutela el que las decisiones administrativas que declaren derechos se asemejen por su inmutabilidad a las decisiones judiciales, frente a la mutabilidad y variabilidad que es más bien la nota común de la apreciación administrativas. La Administración no puede rectificar libremente sus decisiones que declaren derechos.

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